lunes, 25 de marzo de 2024

Los Testigos de Jehová y su actitud en la guerra



Los Testigos De Jehová son muy célebres hoy en día por muchas cosas: Molestar los domingos en la mañana en la puerta de nuestras casas para intentar vender basura literaria; Asesinar a sus cándidos integrantes cuando los obligan a no recibir transfusiones sanguíneas diciendo que hay “otras opciones igual de efectivas” que terminan casi invariablemente con la muerte del ingenuo Testigo; Asarse al sol cuando los obligan a caminar por las calles en pleno verano vestidos de traje y corbata (Faldas hasta los tobillos para las sacrificadas damas); Despreciar hasta el infinito a quien ose salir de sus filas sin importar si son familiares cercanos; Y un largo y lamentable etc.

Pero hay otra razón por las que son conocidos los Testigos de Jehová: Su actitud de no participar en los conflictos bélicos.

Un TdJ tiene por obligación negarse, no solo a no ir a la guerra, sino el no participar en ningún tipo de servicio militar o uso de armas de fuego. 

Pero, ¿Qué dicen oficialmente los Testigos de Jehová sobre este asunto de la guerra y los conflictos bélicos?


Leamos la postura oficial de ellos:


¿Por qué no van a la guerra los testigos de Jehová?


Los testigos de Jehová no vamos a la guerra por las siguientes razones:

Es un mandato de Dios. La Biblia predijo que los siervos de Dios tendrían que “batir sus espadas en rejas de arado” y que ya no aprenderían a guerrear (Isaías 2:4).

Es un mandato de Jesús. El apóstol Pedro recibió esta orden de Jesús: “Vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que toman la espada perecerán por la espada” (Mateo 26:52). Con estas palabras, Jesús dejó claro que sus seguidores no han de tomar las armas.

Cristo también dijo que sus discípulos “no son parte del mundo”. Por esta razón, deben permanecer absolutamente neutrales en asuntos políticos (Juan 17:16). Tampoco está bien que protesten contra las intervenciones militares ni que traten de impedir que otras personas se unan al ejército.

Los cristianos tienen que amar al prójimo. Jesús dijo a sus discípulos: “Les doy un nuevo mandamiento: que se amen unos a otros” (Juan 13:34, 35). Los cristianos verdaderos forman una hermandad internacional y jamás tomarían las armas unos contra otros (1 Juan 3:10-12).

Los primeros cristianos no iban a la guerra. Cierta obra de consulta indica que “los primeros seguidores de Jesús no apoyaban las guerras ni prestaban servicio militar”, pues reconocían que tales acciones “no eran compatibles con la ética del amor que enseñó Jesús y con el mandato de que amaran a sus enemigos” (Encyclopedia of Religion and War). Y en su obra Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, el historiador británico Edward Gibbon afirma: “Era imposible que los cristianos fueran soldados [...] sin renunciar a un deber más sagrado”.

Contribuimos al bienestar de todos

Los testigos de Jehová somos miembros productivos de la sociedad que de ninguna manera atentamos contra la seguridad del país en el que vivimos. De hecho, respetamos la autoridad de los gobiernos, pues así obedecemos estos mandatos bíblicos.

Esté[n] en sujeción a las autoridades superiores.” (Romanos 13:1.)

Paguen a César las cosas de César, pero a Dios las cosas de Dios.” (Mateo 22:21.)

Por eso, cumplimos las leyes, pagamos los impuestos y cooperamos con las medidas del gobierno para promover el bienestar de la comunidad.

Fuente:

https://www.jw.org/es/testigos-de-jehov%C3%A1/preguntas-frecuentes/por-qu%C3%A9-no-van-a-la-guerra/


Los TdJ se sienten muy orgullosos de ello hasta el punto que colocan como clásico ejemplo la actitud de sus miembros durante la segunda guerra mundial, donde fueron un objetivo claro de los Nazis durante sus purgas y uno de los grupos humanos que fueron exterminados de forma sistemática durante el holocausto nazi.


Leamos un pequeño fragmento de “La enciclopedia del Holocausto”:

De los 25.000 a 30.000 alemanes que en 1933 eran Testigos de Jehová, un número estimado en 20.000 continuó activo durante el período nazi. Los restantes huyeron de Alemania, renunciaron a su fe, o practicaron su fe dentro del ámbito familiar. De los que permanecieron activos, aproximadamente la mitad recibió condenas de un mes a cuatro años de prisión, con un promedio de 18 meses, en alguna oportunidad durante la era nazi. De los condenados o sentenciados, entre 2.000 y 2.500 fueron enviados a campos de concentración, de los cuales, entre 700 y 800 aproximadamente no eran alemanes (este número incluye alrededor de 200 a 250 holandeses, 200 austriacos, 100 polacos, y entre 10 y 50 belgas, franceses, checos y húngaros).

El número de Testigos de Jehová que murió en campos de concentración y prisiones durante la era nazi se estima en 1.000 alemanes y 400 de otros países, incluidos unos 90 austriacos y 120 holandeses aproximadamente. (Los Testigos de Jehová que no eran alemanes sufrieron un porcentaje de muertes considerablemente más alto que los testigos alemanes). Además, aproximadamente unos 250 Testigos de Jehová alemanes fueron ejecutados luego de ser juzgados y condenados por tribunales militares por negarse a prestar servicios en el ejército alemán.

Fuente:

https://encyclopedia.ushmm.org/content/es/article/nazi-persecution-of-jehovahs-witnesses



En el informe del Dr. Werner Jung “La persecución nazi a los testigos de Jehová en Colonia” dice que 11.300 testigos de Jehová fueron llevados a los campos, de los cuales aproximadamente 1490 fallecieron. 270 de ellos fueron ejecutados bajo el cargo de "objetores de conciencia".

Huelga decir que al menos en la alta cúspide de los Testigos de Jehová se sienten muy orgullosos de esto. Eso de “Morir por respetar las reglas de Jehová” fue para ellos una gran victoria.


Mi pregunta (Y la razón de esta publicación) es: ¿Está bien esto? ¿Es moralmente aceptable dejarse asesinar por defender con sangre una ideología? ¿Acaso Dios no perdonaría el “salvar la vida” y después pedir perdón por no haberse dejado matar? ¿Hasta donde puede llegar el fanatismo de estas personas cuando prefieren la muerte a sobrevivir y después seguir predicando la palabra de Dios? ¿Es este un buen y cristiano ejemplo a seguir?


Destaco un fragmento del libro que estoy leyendo al momento de escribir este articulo: - “Yo, Comandante de Auschwitz”, escrito por el que fue director del tristemente célebre campo de concentración Nazi ubicado en Polonia Rudolf Höss. Hoss nos narra, desde su punto de vista, sus actividades desde niño hasta ser juzgado y condenado a muerte por ser el cabecilla del campo de exterminio. En su libro nos describe de forma cruda y desde su punto de vista sus últimos años y donde llama la atención sus impresiones con los Testigos de Jehová.


Leamos parte del libro:

Entre los internados en Sachsenhausen había un buen número de Testigos de Jehová. Muchos de ellos se negaban a llevar armas y fueron condenados a muerte por el Reichsführer de las SS. Las ejecuciones se llevaron a cabo ante todos los reclusos formados, con los Testigos en primera fila.

Yo había tenido ocasión de conocer varias clases de fanáticos religiosos: en peregrinaciones y conventos, en Palestina, Irak y Armenia; eran católicos, ortodoxos, musulmanes, chiles y semitas. Pero los Testigos de Jehová del campo de Sachsenhausen, en particular dos de ellos, superaban de lejos todos esos «estereotipos». Ambos se negaban a tener la menor relación con la vida militar. Decían que no recibían órdenes de los hombres, sino de Jehová, a quien reconocían como su único jefe. Nos vimos obligados a apartarlos de los de su secta y encerrarlos en una celda, pues no paraban de incitarlos a seguir su ejemplo.

Eicke (Director del campo Sachsenhausen) los había hecho apalear varias veces por indisciplinados, pero ellos aceptaban el castigo con un fervor que, de tan dichoso, parecía perverso. Incluso suplicaron al comandante que se los castigara más aún, para dar testimonio de Jehová.

Como era de esperar, se negaron a presentarse ante la comisión de reclutamiento, y ni siquiera aceptaron firmar los formularios enviados por las autoridades militares. El Reichsführer los condenó a muerte. Cuando se les anunció el veredicto, casi se volvieron locos de contento. Estaban exultantes, no podían dominar su impaciencia ante la proximidad de la muerte; juntaban las manos y, elevando los ojos al cielo, gritaban sin cesar: «¡Pronto estaremos cerca de ti, oh, Jehová! ¡Qué felicidad, encontrarnos entre los elegidos!». Unos días después, los correligionarios presentes en la ejecución pretendían que también se los fusilara a ellos. Fue muy difícil contenerlos y hubo que llevarlos al campo por la fuerza: un espectáculo casi insoportable.

Cuando les llegó el turno de morir, corrieron hacia el paredón. Por nada del mundo habrían dejado que los esposaran, porque querían levantar las manos al cielo invocando a Jehová. Se colocaron frente al panel de madera que servía de diana, con el rostro iluminado, henchidos de una alegría que ya no tenía nada de humana. Así me imaginaba yo a los primeros mártires del cristianismo: esperando de pie en la arena a ser devorados por las fieras. Aquellos hombres recibieron la muerte con una expresión de alegría extática, los ojos mirando al cielo y las manos juntas para la plegaria. Todos los que presenciaron la ejecución —incluidos los soldados que integraban el pelotón— estaban muy impresionados.

En cuanto al resto de Testigos de Jehová, el martirio de sus compañeros incrementó su fanatismo. Varios de ellos, que ya habían firmado una declaración según la cual se comprometían a poner fin a su proselitismo (cosa que podía ayudarlos a obtener la libertad), se retractaron, ansiosos por continuar sufriendo, incluso más que hasta el momento.

En la vida corriente, los Testigos de Jehová, hombres y mujeres, eran individuos tranquilos, educados, generosos, solidarios y muy trabajadores. En su mayoría se trataba de artesanos, pero también se contaban entre ellos campesinos de la Prusia Oriental. En tiempos de paz, cuando se conformaban con reunirse para rezar, el Estado los consideraba inofensivos; pero a partir de 1937 su propaganda se intensificó, con lo que atrajeron sobre ellos la atención de las autoridades. Se llevaron a cabo investigaciones y detenciones de responsables, y se obtuvo así la prueba de que los adversarios del Reich trabajaban intensamente en la difusión de las ideas de esa secta con el fin de minar, mediante la religión, las defensas del pueblo alemán. Cuando se declaró la guerra quedó claro que se habría corrido un gran riesgo de no haber detenido entonces a los miembros más activos y fanáticos de los Testigos de Jehová. De ese modo se consiguió detener a tiempo la propagación de sus ideas.

En el campo se comportaban como trabajadores laboriosos y merecedores de toda confianza, y su deseo de sufrir para mayor gloria de Jehová era tan grande que se los habría podido enviar fuera del campo sin necesidad de centinelas. Sin embargo, también eran inflexibles en su negativa a participar en cualquier actividad relacionada con el ejército o la guerra, por mínima que fuese. Así, por ejemplo, las mujeres de la secta internadas en Ravensbrück, se negaban rotundamente a empaquetar vendas para los primeros auxilios. Algunas de esas fanáticas no querían alinearse en las formaciones y sólo se dejaban contar en grupos dispersos.

Todos los Testigos de Jehová internados en el campo pertenecían a la Asociación Internacional de Estudiantes de la Biblia. Hay que reconocer, sin embargo, que ignoraban por completo cómo estaba organizada dicha asociación; sólo tenían contacto con los responsables encargados de distribuir las octavillas y presidir sus reuniones. Tampoco tenían la menor idea sobre los objetivos políticos de quienes se aprovechaban de su fanática credulidad. Cuando se hablaba con ellos, enseguida respondían que no entendían nada. Se limitaban a obedecer la llamada de Jehová y prestarle fidelidad. La voluntad de Jehová se les manifestaba en sus visiones; se revelaba a través de la lectura correcta de la Biblia, de los sermones y los libelos de su secta. Para ellos constituía la verdad en estado puro; no había necesidad de interpretarla. Nada les parecía más bello ni deseable que sufrir e incluso morir por Jehová, pues se trataba del medio más seguro de acceder a la categoría de los elegidos. Así, aceptaban sin rechistar su ingreso en prisión, con todos los sufrimientos que ello implicaba. Resultaba conmovedor ver con cuánta entrega cuidaban de sus correligionarios y les brindaban toda la ayuda posible.

No obstante, muchos de esos iluminados también se mostraron dispuestos a abjurar de su fe sin haber sufrido la menor coacción. Firmaban el solemne compromiso de romper todo lazo con la Unión Internacional y someterse a las leyes del Estado, renunciando a cualquier forma de proselitismo. Tras firmar la renuncia, permanecían un tiempo en el campo, hasta que las autoridades estuviesen seguras de su sinceridad. Y, cuando eso ocurría, se los ponía en libertad.

Naturalmente, esos renegados eran muy mal vistos por sus correligionarios, que los sometían a una fuerte presión moral y, a veces, los llevaban a revisar su decisión, especialmente en el caso de las mujeres, más sensibles al remordimiento. En cualquier caso, su fe no se podía quebrantar de manera definitiva; incluso los propios renegados permanecían fieles a Jehová, aunque abandonaran la comunidad. Si alguien llamaba su atención sobre las contradicciones de su doctrina, contestaban que sólo los hombres las veían, puesto que para Jehová no existían; Él y su doctrina eran infalibles.

Tanto Eicke como el propio Himmler dijeron en varias ocasiones que la fe ciega de los Testigos de Jehová podía servir de modelo a las SS, cuyos miembros debían dar muestras de un fanatismo acérrimo en su adhesión a Hitler y el nacionalsocialismo. Sólo se aseguraría el porvenir del Reich hitleriano cuando todos los SS estuvieran imbuidos de la nueva concepción del mundo, sacrificando por completo su «yo» a la gran causa.

Volviendo a las ejecuciones que tuvieron lugar en Sachsenhausen al comienzo de la guerra, quisiera describir las diversas actitudes de los condenados ante la muerte inminente.

Los Testigos de Jehová, como acabo de decir, parecían felices, animados por la fuerte convicción de que unos instantes después entrarían en el Reino de Dios.

Quienes objetaban al servicio militar o practicaban el sabotaje por convicción política, se mostraban firmes en su decisión y, resignados, se sometían pacíficamente a su inexorable destino.

Fuente:

Título original: Kommandant in Auschwitz

Rudolf Höss, 1951

Traducción: Juan Esteban Fassio

Prólogo: Primo Levi

Editor digital: Titivillus


Conclusión:

Usted amigo Cristiano que lee estas líneas: ¿Entregaría su vida de esta manera? ¿Vale la pena el sacrificio?

Y usted amigo lector Testigo de Jehová que lee esto: ¿Aun hoy en día usted justificaría estas acciones? ¿Si se presentase la oportunidad, usted actuaría igual que las víctimas de la guerra? ¿De verdad cree que Dios aprobaría y vería con buenos ojos esta actitud?

Soy Ateo. Jamás entregaría mi vida por una religión y menos si supuestamente Dios es amor y desea lo mejor para mi. Creo que esto también lo pensaría el integrante de cualquier otra religión que no fuesen los TdJ.

E insisto... Que suerte que soy Ateo y no creo en estas fantasías que podrían costarme la vida.


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"La vida es sólo un vistazo momentáneo de las maravillas de este asombroso universo. Es triste que tantos estén malgastando su vida soñando con fantasías espirituales"

Carl Sagan




lunes, 18 de marzo de 2024

La Religión y la amenaza a la Libertad




La Religión y la amenaza a la Libertad


La religión es, sin lugar a dudas, la forma más extendida de superstición alrededor de todo nuestro planeta. La causa primera de todas las guerras de conquista.


Por Homar Garcés |

15/03/2024 |

Opinión

Incluso, de aquellas que son justificadas bajo argumentos más «plausibles», como la defensa del «mundo libre» frente a las acechanzas del comunismo. Para muchos, el significado de la religión se traduce en consuelo, bienestar, reducción de estrés y de culpas (ciertas o inducidas), además de la identidad particular que proporciona a cada individuo o comunidad respecto al resto de sus congéneres, diferenciándolos en muchos aspectos y ubicándolos, generalmente, en una posición de primacía al proclamar que su «Dios» es el único verdadero y, frente al cual, no hay otros dioses que adorar. En su libro «El espejismo de Dios», el biólogo británico Richard Dawkins plantea que «las personas devotas han muerto por sus dioses y han matado por ellos; han azotado sus espaldas hasta sangrar, se han jurado así mismas una vida de celibato o de silencio, todo al servicio de la religión. ¿Para qué sirve todo esto? ¿Cuál es el beneficio de la religión?». Aparte de esta descripción, la religión está ahíta de creencias que contradicen categóricamente la razón y los hechos científicos que la sustentan; incluso sostenidas por personas que, por su profesión o grado académico, debieran ser las primeras en mostrarse escépticas ante las mismas. Esto hace que la credulidad humana (creer sin evidencias) normalmente se halle saturada de fantasías religiosas que desafían cualquier noción de racionalidad y bordee los límites del fanatismo y de la locura. A tal efecto, es conocida la tradición de los presidentes de Estados Unidos que han recibido mensajes de «Dios», ordenándoles, por ejemplo, la invasión de Irak, en el caso de George W. Bush. Esto produce una credulidad servil que es aprovechada, en muchas ocasiones, en términos de nacionalismo o patriotismo (estimado como virtud absoluta), por quienes están al frente del Estado y de la política en su propio beneficio; una cuestión que se ha hecho común en las últimas décadas, en busca de mayores cuotas electoral.

Las masacres genocidas perpetradas en nombre de la religión son los episodios de las acciones humanas que más resalta la historia. Principalmente en lo que se conoce como civilización occidental y cristiana. Sobre este punto, John Hartung señala que «la Biblia es una guía para la moralidad de grupo, completada con instrucciones para el genocidio, para la esclavización de los grupos ajenos y para la dominación del mundo». La religión amplifica y exacerba la división histórica entre muchas naciones, como ha ocurrido en Bharat (India), Medio Oriente y Kosovo, por citar aquellos escenarios donde la violencia ha sido extrema. Para aquellas personas (religiosas o no) que ven en este cuestionamiento a la influencia de la religión en la realidad diaria del mundo un ataque desconsiderado y, por tanto, inaceptable, habrá que citarles lo escrito en «Por qué no podemos ser cristianos (Y menos aún católicos)» por Piergiorgio Odifreddi: «el anticlericalismo constituye más una defensa de la laicidad del Estado que un ataque a la religión de la Iglesia». Todo ciudadano puede profesar el credo que mejor se avenga con sus gustos e inteligencia. Lo que no puede, ni debe, admitirse es que, en nombre de sus dioses y de la libertad religiosa, omitan y coaccionen el derecho de los demás a tener su fe o, en sentido contrario, a proclamarse ateos o agnósticos, sin que esto suponga la justificación para impedírselo o, en el caso extremo, para decretar su eliminación física, como podría ocurrir en los países de raigambre islámica.

Karl Marx, en su obra «Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel», ataca los efectos perniciosos y alienantes de la religión como institución entre los sectores populares. En ella expone: «La miseria religiosa es, a la vez, la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es el opio del pueblo. Se necesita la abolición de la religión entendida como felicidad ilusoria del pueblo para que pueda darse su felicidad real. La exigencia de renunciar a las ilusiones sobre su condición es la exigencia de renunciar a una condición que necesita de ilusiones. La crítica a la religión es, por tanto, en germen, la crítica del valle de lágrimas, cuyo halo lo constituye la religión». Para muchos, es prueba fehaciente del ateísmo que carcomería el alma de Marx y de aquellos que lo secundan en el propósito de abolir la división de clases sociales y la explotación del proletariado por los dueños de los medios de producción; reflejada en la acusación de ser la religión «el opio del pueblo», pasando por alto todo lo referente a que ésta es «la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real». No hay más que releer en los Evangelios lo dicho, supuestamente, por Jesús de Nazareth para darse cuenta de que hay una profunda diferencia o contradicción entre lo que representa su mensaje de redención y el predicado por los representantes de la cristiandad (católicos, protestantes y demás derivados), sirviendo éstos de soporte al modelo civilizatorio creado según los intereses y la ideología burguesa capitalista.

Como lo expone Gore Vidal, ensayista y periodista estadounidense, «el gran mal inmencionable del centro de nuestra cultura es el monoteísmo. Surgidas de la bárbara Edad de Bronce, conocida como Antiguo Testamento, han evolucionado tres religiones antihumanas: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Son religiones con dioses en el cielo. Son, literalmente, patriarcales —Dios es el Padre omnipotente— , y de ahí el aborrecimiento de las mujeres durante dos mil años en aquellos países afligidos por el Dios celestial y sus terrestres delegados masculinos». Aparte de su dosis de superstición, la religión genera intolerancia y persecución, siendo estos dos de sus rasgos más evidentes que se tratan de imponer en nombre de la libertad religiosa, aún cuando muchos Estados se proclaman laicos constitucionalmente. La explotación política del celo religioso mostrado por alguna gente ha conducido a los gobernantes más recientes de Estados Unidos, Brasil y Perú, entre otros, a actuar de una manera intolerante e irracional, desconociendo los principios que sostienen la democracia; predisponiendo a las masas crédulas o fanatizadas a aceptar abiertamente el establecimiento de una teocracia. En todo ello se evidencia la tendencia de pervertir el sentido común de la democracia y de la moral, amenazando todo lo que implica la libertad humana.

Una verdad poco apreciada y difundida es que las personas religiosas no difieren mucho en sus intuiciones morales de aquellas que se consideran ateas y agnósticas. Sin embargo, entre ambos grupos se han erigido barreras que hacen ver que entre estos y quienes son religiosos (más propensos, aparentemente, a tener una conducta moral mayor que aquellos que no lo son), por lo que es lícito segregar y atacar a los primeros, obligándolos a su conversión, de forma parecida a la lograda en España con judíos y musulmanes y, tiempo más tarde, contra los pueblos originarios en toda la gran extensión geográfica de nuestra América. Bien lo dijo el reformador religioso Martin Lutero: «La razón es el mayor enemigo que tiene la fe; nunca viene en ayuda de las cosas espirituales, aunque más frecuentemente lucha contra la Palabra Divina, tratando con desprecio todo lo que emana de Dios». Quienes se comportan de acuerdo con este tipo de fe imperialista y absolutista -interpretando de forma literal el contenido de sus libros sagrados, sin posibilidad de error- no muestran un ápice de aceptación de pluralismo en la sociedad o país que aspiran dirigir; lo que los empareja, sin duda, con quienes quisieron hacer del fascismo la nueva religión de Europa y, por consiguiente, del mundo conocido.


Fuente:

https://rebelion.org/la-religion-y-la-amenaza-a-la-libertad/

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“Prácticamente cualquier cosa, por absurda, tonta o ridícula que sea, ha sido creída o afirmada como cierta en un momento u otro por alguien, en algún lugar en nombre de la fe”

James T. Houk




lunes, 11 de marzo de 2024

¿Y si Jesús nunca existió? (Entre el mito y la historia)




¿Y si Jesús nunca existió?


Desde hace mucho tiempo se viene buscando una prueba arqueológica que asegure sin lugar a dudas la existencia de Jesús de Nazaret. Porque no existe ninguna, a pesar de la gran cantidad de reliquias que circulan por el mundo.

Por Miguel Ángel Sabadell

Astrofísico y divulgador científico

18.02.2023 | 12:00


Existen una cantidad ingente de falsas pruebas relacionadas con la vida de Jesús: trozos de la cruz (el más grande se conserva en el Monasterio de Santo Toribio de Liébana, Cantabria), el prepucio de Jesús, el Santo Grial... o las dos más polémicas y sobre las que más tinta se ha vertido, la Sábana de Turín y el Sudario de Oviedo, y que se ha demostrado que son falsificaciones medievales.

En ausencia de restos físicos la mirada debe volverse a las fuentes escritas, y aquí tampoco es que haya mucho donde escoger. Puede parecer sorprendente pero las únicas 'pruebas' de la existencia de Jesús vienen de quienes lo consideraron Hijo de Dios, sus propios seguidores, los desconocidos autores de los evangelios de Marcos, Mateo, Lucas y Juan. Ahora bien, el más antiguo de todos, el de Marcos, se escribió hacia el año 80, medio siglo más tarde de los eventos que narra. Por tanto, ninguno de los autores de los evangelios fue contemporáneo de Jesús, todos escribieron de oídas. Estamos ante lo que los historiadores llaman 'fuentes secundarias'. En este caso la pregunta clave es: ¿son históricamente fiables?


La falsa historicidad de los evangelios

Hasta mediados del siglo XVIII nadie ponía en duda la autenticidad histórica de los evangelios: eran textos inspirados por Dios que conservaban casi literariamente los hechos y dichos de Jesús. Las sonoras diferencias entre ellos, decían, eran producto de haber sido escritos desde distintos puntos de vista. Pero entonces entró en juego Hermann Samuel Reimarus, un profesor de lenguas orientales de Hamburgo que dejó escrito un manuscrito que nunca publicó por miedo. Tras su muerte su discípulo G. E. Lessing publicó en 1774, sin firma, siete fragmentos del mismo. De ellos, el más polémico fue el titulado Acerca del objetivo de Jesús y sus discípulos. Para Reimarus el Jesús de los evangelios es un fraude: defendía que Jesús fue un mesías político que predicó la inminencia del reino de Dios y la liberación del yugo romano, pero fracasó. Los discípulos hicieron frente al desastre inventándose la resurrección y la parusía, su segunda venida como Señor. Es obvio que los siete fragmentos publicados fueron prohibidos por las autoridades, pero la semilla de la duda estaba plantada.


Los Evangelios

En 1835 aparecía Vida de Jesús del filósofo David Friedrich Strauss, discípulo de Hegel. Allí defendía que los relatos evangélicos no eran más que mito, una narración destinada a explicar una idea, la proyección de lo creado por los discípulos. Son, por tanto, libros de fe sin ningún valor histórico. El siguiente golpe a la boca del estómago de la historicidad de los Evangelios lo dio en el primer año del siglo XX el teólogo alemán Wilhelm Wrede al llamar la atención sobre un aspecto que hasta el momento había pasado desapercibido: el secreto mesiánico subyacente al evangelio que sirvió de base al resto, el de Marcos. Leído con cuidado, en él Jesús duda de su divinidad y siempre pide silencio sobre sus milagros y su misión mesiánica. El mazazo para quienes vieron en Marcos un testimonio histórico fue mortal. Para Wrede, Marcos usa el secreto mesiánico como un recurso literario que esconde una intención teológica y catequética. No hay nada -o muy poco- de historia.

De aquí a decir que es imposible saber nada acerca de Jesús solo había un paso, y lo dio el teólogo más influyente de la primera mitad del siglo XX, Rudolf Bultzmann. Su objetivo era la desmitologización completa de la figura de Jesús. Para este teólogo luterano los evangelios no eran otra cosa que testimonios de fe. Es más, el fundamento del cristianismo no era Jesús sino la predicación de la comunidad primitiva. La consecuencia es obvia: no podemos saber nada de la vida de Jesús.


Jesús, el mito

Entonces, en la década de los 1990 otros investigadores dieron un paso más allá y empezaron han empezado a defender que el Jesús de los evangelios es un mito, una completa invención. Para el teólogo Robert M. Price la narrativa sobre Jesús sigue la de los mitos de Oriente Medio sobre los dioses moribundos y ascendentes, como Baal, Osiris, el griego Atis, Adonis, o el babilonio Tammuz. Estamos, dice, ante una religión mistérica más, una de las muchas que aparecieron por la zona en aquellos tiempos. Tal era la situación entonces que, los primeros apologistas cristianos -así se llama a aquellos que buscan argumentos racionales para defender la fe- vieron que había fuertes similitudes entre los rituales del mitraísmo y los del cristianismo. Para resolver el problema afirmaron que los rituales mitraicos eran copias malvadas de las cristianas: Tertuliano, que vivió entre el siglo II y III, escribió que eran una falsificación creada por el Diablo para atacar a Jesús.

Los mitólogos no son un grupo monolítico: cada uno tiene su propia idea de cómo surgió el mito de Jesús. Burton Mack, profesor emérito de Nuevo Testamento en la Facultad de Teología de Claremont, California, defiende que tras el fracaso de los primeros seguidores de Jesús apareció un culto nuevo en un ambiente greco-romano: El Cristo de Pablo. Es en este entorno donde surgen las nociones de resurrección y ascensión a los cielos; es el Jesús divino, a imagen y semejanza de los héroes griegos. El autor de Marcos, un cristiano de segunda generación, implementa toda esta visión en su evangelio en el cual sólo hay de cierto la última cena y la crucifixión.

Más colorista fue la hipótesis expuesta por John M. Allegro, un respetado filólogo semítico y el único investigador no creyente que formó parte del primer equipo que tradujo los manuscritos del mar Muerto. En su libro El hongo sagrado y la cruz (1970) defendió la idea de que Jesús no era un ser humano sino el nombre en clave del hongo alucinógeno amanita muscaria que los esenios y otros grupos religiosos judíos utilizaban para entrar en comunión con la divinidad. El cristianismo nació, para el difunto Allegro, como efecto de las visiones producidas por este hongo. ¿La consecuencia de este libro? Le costó su carrera.


¿Pruebas?

Los defensores de la hipótesis mítica de Jesús argumentan que una prueba de que estamos ante una invención es que los textos cristianos más antiguos que se conservan, las cartas de Pablo, en ningún momento hacen referencia a un Jesús histórico, sino que solo hablan de un Cristo místico. Solo cuando fue pasando el tiempo y sus seguidores empezaron a preguntarse sobre él llegaron los evangelistas, que dieron forma al personaje. Solo así, dicen, se pueden explicar las inconsistencias en las descripciones de su vida y muerte. Por ejemplo, las escenas del nacimiento que narran Mateo y Lucas son contradictorias entre sí: para Lucas la familia de Jesús vivía en Nazaret y viajó a Belén; para Mateo, Jesús nació en su casa, en Belén. La situación empeora cuando se consideran momentos clave en la vida de Jesús, como cuánto tiempo estuvo predicando (uno o tres años), o cuándo fue ajusticiado. ¿Cómo es posible que los evangelios se contradigan a la hora de señalar el momento más importante que conforma su fe? Incluso las imágenes de Jesús que dan los distintos evangelistas son totalmente irreconciliables: para Marcos es un ser humano que duda y sufre; para Juan, en palabras del escritor David Fitzgerald, “es un Superman sin Clark Kent”.


Inspiración griega

La historicidad del evangelio de Marcos -el más antiguo y al que copian con profusión Mateo y Lucas- queda aún más en entredicho si tenemos en cuenta el trabajo del profesor del Seminario Teológico Claremont en California, Dennis MacDonald: Marcos se inspiró en la Ilíada y la Odisea. Para ajustar su relato a las aventuras marítimas de estos dos clásicos el evangelista convirtió el tranquilo lago Tiberíades en el mar de Galilea, donde Jesús y sus discípulos batallan contra una feroz tormenta de altas olas, siguiendo la tradición marinera de las dos obras griegas.

Sea como fuere, lo cierto es que a pesar de todos estos esfuerzos, tampoco hay pruebas suficientes para concluir que estamos ante una figura mítica sin base histórica: las espadas siguen en alto.

Fuente:

https://www.muyinteresante.com/historia/59663.html

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¿De verdad existió Jesús de Nazaret?


El debate más encendido en los estudios del cristianismo primitivo es el referido a la historicidad de Jesús. ¿Existió realmente Jesús, nacido en Galilea y sacrificado por las autoridades romanas?

Luis Cortés Briñol

21.04.2022 | 16:07


Unos dos mil millones de personas en todo el mundo se declaran cristianas. Ortodoxos, católicos, protestantes y anglicanos, junto al resto de variantes del cristianismo, tienen en común la figura de Jesucristo. Para los creyentes, Jesucristo es Dios.

La pregunta por la existencia de Dios no tiene sentido histórico, en la medida en que no cabe ser respondida por la historia. Será cuestión de fe creer o no en Dios. Así como también será cuestión fe creer o no en Jesucristo, persona divina, híbrido entre el Cristo celestial de los evangelios y una persona humana, Jesús.

El caso de Jesús de Nazaret es diferente, ya que es descrito como una persona de carne y hueso sobre la que cabe preguntarse si existió realmente o no. Cuestión que mantiene vivo un intenso debate en los círculos académicos teológicos e históricos, especialmente desde finales del siglo XIX y comienzos del XX.


La hipótesis del mito de Jesús

Entre quienes plantean que Jesucristo no tiene un fundamento real e histórico en una persona humana, están los defensores del origen mítico de Jesucristo. Según ellos, la figura cristiana conocida como Jesucristo no tuvo como referente a un predicador terrenal llamado Jesús, porque, sencillamente, tal predicador nunca existió.

Los argumentos de esta hipótesis son variados, pero sus defensores suelen coincidir en algunos aspectos clave. En primer lugar, no hay evidencias arqueológicas directas de la existencia de Jesús. Tampoco escribió -que sepamos- nada, ni existen relatos contemporáneos a Jesús que lo mencionen. Todas las referencias históricas de Jesús con las que contamos se compusieron décadas más tarde de su muerte, la mayor parte entre 50 y 70 años después de morir Jesús.

Los evangelios incluidos en el Nuevo Testamento de la Biblia, Mateo, Marcos, Lucas y Juan, narran la vida, ministerio, crucifixión y resurrección de Jesucristo. Aunque son, junto con las cartas de Pablo, la principal fuente de información biográfica sobre Jesús, ninguno de sus autores fue testigo de los acontecimientos narrados. Hechos que presentan no pocas contradicciones.

En segundo lugar, la hipótesis del Jesús mítico suele sostener que Jesús comenzó siendo una figura alegórica y simbólica del mesías que, idealizado como ser celestial, se revistió después de una historia inventada, producto de interpretaciones erróneas. Incluso hay quienes apuntan a que Jesús es en realidad una amalgama de personas combinadas en una sola figura.

Uno de los autores más influyentes en la tradición del Jesús mitológico fue el historiador y filósofo de la religión alemán Arthur Drews, que revolucionó el estudio en este campo con la publicación de su libro El mito de Cristo (1909), en el que negó la existencia de un Jesús histórico. Sus tesis son avaladas en buena medida por el escritor canadiense Earl J. Doherty y el profesor estadounidense Richard Carrier, actuales representantes de la hipótesis del mito de Jesús.

No obstante, están en minoría. La mayor parte de los expertos actuales en cristianismo primitivo defienden la existencia de un Jesús histórico. Y lo hacen al margen de sus creencias personales.


Contra el mito, la hipótesis del Jesús histórico

Para esclarecer un poco la figura del Jesús histórico es preciso hacer un análisis lo más objetivo posible, comparar las fuentes y elaborar una profunda crítica textual, que requiere un dominio de lenguas clásicas, especialmente el griego antiguo (en el que están escritas las versiones más antiguas conservadas del Nuevo Testamento), el hebreo bíblico y el latín. Todo ello para distinguir al Jesús del evangelio (Jesucristo) del Jesús histórico.

Una de las claves que permiten a los especialistas sostener, de forma razonable, la existencia de Jesús de Nazaret es lo que se conoce como criterio de atestación múltiple, a veces llamado método transversal. Dicho método consiste en dar más fiabilidad a los acontecimientos históricos que sean informados por más fuentes, sobre todo si son fuentes lo suficientemente diversas e independientes.

En el caso del Jesús histórico, obtenemos las pistas más valiosas en las fuentes no cristianas; concretamente, de autores romanos que mencionan a Jesús en sus obras: Suetonio, Plinio el Joven, Flavio Josefo y Tácito. Los dos últimos son de especial relevancia.

El historiador romano de origen judío nacido en Jerusalén Flavio Josefo (c. 37 - c. 100), menciona a Jesús en dos ocasiones, en su monumental obra Antigüedades judías (Ιουδαϊκή αρχαιολογία, en griego antiguo). Algunos de los pasajes de las citas fueron interpolados por autores cristianos, que añadieron información con posterioridad, lo que invalida parcialmente los testimonios. En cambio, otros son considerados genuinos por parte los eruditos modernos.

También el historiador y senador romano Tácito (c. 55 - c. 120) menciona a Jesús, en sus Anales, señalando que Cristo “sufrió la pena extrema durante el reinado de Tiberio a manos de uno de nuestros procuradores, Poncio Pilato”. Que aluda a la crucifixión de Jesús tiene un notable valor, dada la fama de historiador escrupuloso que tenía Tácito y, sobre todo, porque despreciaba con encono al cristianismo. Casi todos los expertos actuales consideran que el pasaje es genuino, atendiendo a que el lenguaje y estilo son distintivamente tacitanos.

Bautismo y crucifixión, las dos claves de la historicidad de Jesús

Que ni siquiera los opositores romanos a la naciente secta cristiana negaran al Jesús humano, es un signo de historicidad, a juicio del experto estadounidense en estudios bíblicos y Nuevo Testamento Bart Ehrman, para quien la crucifixión es uno de los pasajes clave en la vida del Jesús histórico.

La hipótesis de un Jesús mítico parece difícil de sostener si tenemos en cuenta que la tradición judía, anterior al comienzo del cristianismo, era ajena a la idea de un mesías crucificado. No solo eso, sino que fallecer en la cruz era, para los judíos, la más degenerada y vergonzosa de las muertes.

Si realmente nunca hubo un Jesús histórico, resulta difícil explicar de dónde proviene este extraño elemento de la crucifixión, sin precedentes en la tradición judía y tan inconveniente en el relato sagrado. Una forma de explicar que su mesías fuera crucificado es que un hombre real, un judío, fuera en efecto clavado a la cruz. Un judío que, además, se proclamó el mesías, el rey. Motivo por el que su cruz pudo llevar grabada la inscripción latina INRI (Iesus Nazarenus Rex Iudæorvm, “Jesús de Nazaret, rey de los judíos”).

Por estas razones, Ehrman señala que, si bien los estudiosos discrepan respecto de muchos episodios concretos de los relatos bíblicos (que son relatos teológicos antes que históricos), suelen concordar en la fiabilidad histórica de dos momentos muy marcados de la biografía del nazareno: la ya citada muerte en la cruz y el bautismo.

El bautismo de Jesús recibe un tratamiento dispar en los evangelios. Por ejemplo, en el evangelio de Marcos, el más antiguo de los evangelios canónicos, Jesús es descrito yendo al río Jordán y siendo bautizado por Juan el Bautista. En cambio, en el evangelio de Juan, Jesús es representado como un mesías preexistente, un ser místico y celestial, por lo que la idea misma de que Juan el Bautista bautice a Jesús resulta bastante incómoda para Juan el evangelista. Que haya versiones distintas, escritas en momentos diferentes de un naciente cristianismo, es un indicio de que el bautismo y la crucifixión de Jesús pudieron suceder de verdad.

Para autores como el catedrático español Antonio Piñero, filólogo clásico y reconocido experto en cristianismo primitivo, el consenso prácticamente unánime de los eruditos de la antigüedad más competentes, sean o no cristianos, es que Jesús fue una persona real, un predicador judío que nació seguramente en Nazaret (Galilea, en la zona norte del actual Estado de Israel), en el siglo I.

Si atendemos a la voz cantante entre los más reputados expertos del mundo en la materia que nos ocupa, parece probable, en conclusión, que Jesús existió de verdad. No el Jesucristo de los cielos, sino un hombre sencillo, de carne y hueso, un judío fariseo llamado Yeshua ben Yosef (Jesús, hijo de José), que fue carpintero, tuvo al menos un hermano, recibió el bautismo por parte de Juan, fue seguido por discípulos y, al final de su vida, creyó ser el mesías-rey que Israel esperaba, razón por la cual fue condenado por sedición.

Ajeno a cualquier deseo de fundar ninguna religión, ese Jesús histórico nunca fue consciente de que su figura, discutida hasta la saciedad, inspiraría la religión en la que se educan miles de millones de personas en todo el mundo, dos milenios después de que exhalara por última vez.

Referencias:

Carrier, R. 2014. On the Historicity of Jesus. Why we might have reasons for doubt. Sheffield Phoenix Press.

Dawes, G. W. 2019. The historical Jesus quest: a foundational anthology. BRILL.

Piñero, A. (coord.). 2008. ¿Existió Jesús realmente? El Jesús de la historia a debate. Raíces.

Piñero, A. 2019. Aproximación al Jesús histórico. Trotta.

Puente Ojea, G. 2008. La existencia histórica de Jesús: Las fuentes cristianas y su contexto judío. Siglo XXI editores.

Fuente:

https://www.muyinteresante.com/historia/36406.html

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Jesucristo, entre el mito y la historia


La vida del fundador del cristianismo transcurrió entre los reinados de Augusto y Tiberio. Más tarde, Claudio expulsó de Roma a sus seguidores, aunque fue Nerón quien se llevó la tal vez injusta fama de perseguirlos. Hoy, no cabe duda de la historicidad de Jesús, pese a que poco se sabe de él más allá de las fuentes evangélicas.

Fernando Cohnen

03.03.2020 | 00:00


El nacimiento de Jesús hubo de producirse en torno al año 4 o 5 a.C. en la aldea galilea de Nazaret. La tradición cristiana afirma que sus padres se llamaron José y María, y es probable que tuviera varios hermanos.

En sus años de infancia, Herodes el Grande gobernaba Judea con mano de hierro gracias al apoyo de Roma, cuyos senadores le dieron carta blanca para controlar las sesiones de la asamblea de Jerusalén, manejar a su antojo el poder religioso y llevar a cabo grandes construcciones, como el Segundo Templo de la capital hebrea y las fortalezas de Masada y Herodión. Si los judíos criticaban a Herodes por su afán de ajustar las tradiciones de su pueblo a los parámetros de la cultura grecorromana, el emperador Augusto estaba encantado con su férreo gobierno, ya que evitaba revueltas y tensiones en la región. Sin duda, su reinado proporcionó estabilidad a Judea, pero en sus últimos años de vida el monarca se comportó como un paranoico que veía enemigos en todas partes, incluso en su propio palacio. Así, convencido de que su esposa Mariamme le había engañado con otro hombre, Herodes ordenó asesinarla.

Su hijo mayor, Antípatro, inició un complot para acabar con su enfermo y desquiciado padre. Pero la conspiración llegó a oídos del rey, quien acusó a su primogénito de traición, por lo que fue encarcelado y ejecutado. Herodes el Grande murió en el año 4 de nuestra era, cuando Jesús debía tener unos diez años de edad. El emperador Augusto resolvió la sucesión en el trono judío dividiéndolo entre sus tres hijos. A Arquelao le concedió el control sobre Judea, Idumea y Samaria; a Herodes Antipas, el de Galilea y Perea, y a Filipo, unas tierras menores. El gobierno de Arquelao fue un desastre, y el emperador lo destituyó en el año 6, convirtiendo sus territorios en una provincia romana al mando de un prefecto.

La caída en desgracia de Arquelao coincidió con el levantamiento de Judas de Gamala en Galilea, que pronto fue liquidada por la poderosa maquinaria bélica del Imperio. Al fallecer Augusto en el año 14, el poder de Roma pasó a manos de Tiberio, uno de los hombres más capacitados de la aristocracia romana, cuyas habilidades militares habían quedado demostradas en sus campañas en las regiones septentrionales del Imperio, aunque el Senado siempre lo percibió como un tirano. En los territorios de Galilea y Perea, Herodes Antipas colaboró tan estrechamente con Tiberio que no dudó en fundar en su honor una nueva ciudad, a la que puso como nombre Tiberíades.


Jesús, en su contexto histórico

Todas las fuentes históricas sobre Jesús de Nazaret se encuentran en textos que se escribieron años después de su crucifixión, como los Evangelios canónicos. El más antiguo es el llamado Papiro P 52, que contiene un fragmento del Evangelio de Juan, del año 125. Estas fuentes aseguran que la vida pública de Jesús se inició con su bautismo por el predicador Juan el Bautista en el río Jordán, convirtiéndose desde entonces en el líder de la primera comunidad cristiana. Acompañado por un grupo de fieles, entre los cuales se encontraban los doce apóstoles, Jesús recorrió Galilea y las regiones aledañas transmitiendo un mensaje de esperanza a los desposeídos, marginados y pecadores. Posteriormente, según cuentan los Evangelios, el nazareno se trasladó a Jerusalén para celebrar la Pascua con sus discípulos, donde fue aclamado como un rey por la multitud. “He aquí que tu rey viene a ti, manso y montado sobre un asno”.

Estos textos cuentan la visita de Jesús al Templo de Jerusalén, donde expulsó a los cambistas y comerciantes, y la celebración de la Última Cena junto a sus apóstoles, durante la cual predijo que sería traicionado por uno de ellos, llamado Judas Iscariote. Los textos de los evangelistas también hacen referencia a otros capítulos de la vida de Jesús, como su subida al monte a orar, cuando algunos de sus apóstoles contemplaron la transfiguración de su maestro y la aparición de las figuras de Moisés y Elías, mientras se oía una voz celestial que decía: “Este es mi Hijo elegido. Escuchadle”.

En el año 26, cuando Tiberio nombró a Poncio Pilatos gobernador de Judea, Juan el Bautista andaba predicando en las plazas y el Templo de Jerusalén la próxima llegada del reino de Dios y del Apocalipsis, una revelación del fin del mundo y de la llegada del nuevo mesías que Jesús adoptó con un cambio sustancial: “El reino de Dios ya ha llegado y se encuentra entre nosotros aquí y ahora”. “Aquella modificación fue esencial para lo que vino después. Si el mensaje del Bautista era apocalíptico, el de Jesús era de felicidad y de liberación”, afirma Armand Puig, profesor de Nuevo Testamento en la Facultad de Teología de Cataluña y autor de Jesús, una biografía. Mientras el nuevo mesías predicaba sus enseñanzas en Galilea, el tetrarca de ese territorio, Herodes Antipas, cometió el error de contraer matrimonio con una medio sobrina suya, llamada Herodías, lo que desató el escándalo entre los judíos, que veían con malos ojos una relación que consideraban incestuosa. En el Evangelio de Marcos se dice que Juan el Bautista condenó también la conducta de Herodes, por lo que su joven mujer exigió la ejecución de aquel incómodo predicador, a lo que accedió el tetrarca de Galilea. Según Marcos, Herodes ordenó la decapitación de Juan, cuya cabeza le fue entregada a Herodías en un plato. El historiador judío Flavio Josefo cuenta asimismo esa ejecución en Antigüedades judías, una obra en la que el autor trata de demostrar que el pueblo hebreo es el más antiguo de todos los existentes y en la que aparece de pasada la figura de un personaje llamado Jesús. Los romanos, que no querían intervenir en cuestiones religiosas en los territorios ocupados, así lo permitieron.


Un mensaje subversivo

Pero pronto se arrepintieron de su decisión, tal y como recoge un edicto imperial descubierto en Nazaret hace unos años, cuyo texto desvela las penas de muerte que impusieron los romanos a los violadores de tumbas en Palestina. La dureza de esas disposiciones se ha relacionado con la sustracción del cadáver de Jesús de su tumba tras su crucifixión. A los romanos les debió coger desprevenidos la propagación del mensaje de que ese supuesto mesías había resucitado, lo que podía dar lugar a tumultos y sublevaciones en la región.

En un intento de frenar casos similares en el futuro, las autoridades imperiales decidieron castigar severamente el robo de cadáveres en Judea. Según el Nuevo Testamento, la persecución de los primeros cristianos comenzó poco después de la supuesta resurrección de Jesús. El principio cristiano de que él era el único “señor de señores” y “el único Dios verdadero” fue percibido por los romanos como una rebelión política contra el Imperio.

Otras ideas que predicaban los apóstoles y sus seguidores también fueron vistas como una amenaza para el orden social romano. La creencia de que “todos somos hijos de Dios” y el alegato contra la riqueza y las prácticas comunistas de los primeros cristianos, que ponían a disposición de la comunidad todos sus bienes cuando entraban a formar parte de ella, chocaban frontalmente con la sociedad romana, cuyos pilares eran el esclavismo y la defensa de la propiedad privada. A los cristianos les perjudicó en principio que su fe se extendiera tan rápidamente entre los humildes y los que sufrían injusticias, cuyas filas componían la mayor parte de la población del Imperio. Roma no estaba dispuesta a tolerar una religión que preconizaba a voz en grito la igualdad entre los seres humanos, un principio que podía alentar la sublevación, al señalar como culpables de esa desigualdad social a los más poderosos y privilegiados de Roma.


De Calígula a Claudio

Sin embargo, no hay pruebas documentales de que Calígula, sucesor de Tiberio, reprimiera a los cristianos que vivían en la capital o en otros territorios imperiales.

De lo que sí dejaron constancia los historiadores Tácito y Suetonio fue del comportamiento disoluto y perturbado de este emperador, al que acusaron de ser un hombre profundamente cruel y desequilibrado, cuyas orgías sexuales y relaciones incestuosas con sus hermanas escandalizaron a toda Roma. Hartos de sus arbitrariedades, los componentes de la guardia pretoriana acabaron con él y declararon emperador a su tío Claudio. En aquellos días turbulentos, los barrios de Roma incrementaron su población con la llegada de judíos, negros africanos, germánicos, griegos, sirios y otras gentes provenientes de los rincones más recónditos del Imperio.

A ese crisol de pueblos se unieron los judíos cristianos, que en el año 49 fueron expulsados de la capital del Imperio por provocar graves disturbios en sus calles. En sus escritos, Suetonio recuerda que los tumultos comenzaron cuando los cristianos anunciaron que Jesús, el hijo de Dios y por extensión la encarnación de Dios mismo, iba a inaugurar una nueva era para la humanidad. Esa proclama chocaba de frente con el arraigado monoteísmo del pueblo hebreo, lo que provocó enfrentamientos entre las familias ortodoxas judías y las comunidades cristianas. Aquel conflicto llegó a su fin cuando el emperador ordenó la inmediata expulsión de los cristianos de la ciudad.


Roma se hace cristiana

La presencia del cristianismo en el Imperio comenzó a ser muy visible en el siglo II. Roma solía respetar los dioses de los territorios que iba ocupando, siempre que los creyentes respetaran a su vez las instituciones imperiales y se mantuvieran al margen de disturbios. Pero la insólita pureza de los ritos cristianos, incomprensibles para la mentalidad romana, y la difusión de su fe entre los esclavos y libertos, que la convirtieron en una amenaza para el orden social, provocaron momentos de gran tensión que desembocaron en persecuciones. La espectacularidad de los castigos a los cristianos, que murieron a miles en el circo devorados por fieras salvajes, y su actitud estoica ante la muerte contribuyeron a difundir su religión.

Con el paso del tiempo, esta fe fue cobrando poder entre las clases privilegiadas. Fue en torno al año 311 cuando el emperador Constantino autorizó oficialmente el nuevo credo, que pronto pasó de ser perseguido a perseguidor de las religiones paganas, bajo el pretexto de defender la pureza de la fe y velar por las almas de los romanos.


Realidad y mito en torno a Nerón

Tras la muerte de Claudio, el cetro imperial pasó a manos de Nerón, el último emperador de la dinastía Julio-Claudia. Gracias a los historiadores romanos, su imagen cantando un poema mientras observaba a Roma en llamas ha quedado en la memoria colectiva como paradigma de la frivolidad y la maldad. Pero las crónicas de los historiadores romanos no siempre responden a la verdad histórica. El drama se produjo el 19 de julio del año 64, cuando se desató un incendio en el Circo Máximo que se expandió velozmente destruyendo buena parte de la ciudad.

Pronto corrieron rumores de que el fuego había sido provocado por el propio emperador, cuyo sueño era destruir la antigua Roma para construir sobre sus ruinas Nerópolis, la nueva capital del Imperio. Pero Nerón no fue un pirómano, sino el emperador que reaccionó al desastre actuando con diligencia para paliar los efectos devastadores del fuego. Entonces, ¿quién fue el culpable? Algunos historiadores afirman que la devastación de Roma por las llamas fue accidental y que fue el emperador quien buscó un chivo expiatorio para acallar las voces que lo señalaban. Y el mejor chivo expiatorio que tuvo a mano Nerón fue la comunidad cristiana que vivía en la capital, a la que acusó de haberlo provocado. Al menos eso es lo que creíamos gracias a los escritos de los historiadores Cornelio Tácito y Suetonio, quienes narraron a comienzos del siglo II la cruel represión que sufrió la comunidad cristiana tras el incendio de Roma.

Sin embargo, investigaciones publicadas en 2015 parecen demostrar que aquellas persecuciones, en las que se sentó la base del martirologio cristiano, fueron un mito. Esa es la hipótesis que defiende Brent D. Shaw, catedrático de Historia Clásica de la Universidad de Princeton (New Jersey, Estados Unidos), cuyas conclusiones pueden alterar la visión que tenemos de los primeros cristianos. Este profesor cree que las persecuciones se produjeron tras el incendio, aunque no fueron dirigidas contra los cristianos, que en aquel entonces eran muy pocos y no amenazaban la paz social. La vinculación de estos con la destrucción de Roma se produjo posteriormente, en torno al año 100 de nuestra era.

Al construir el relato de los orígenes de su fe, autores cristianos como Eusebio culparon a Nerón del asesinato de miles de fieles, haciéndose eco de las críticas que sufrió el emperador por parte de las élites romanas de la época, que lo habían descrito como una persona perversa y maligna.

En realidad, el martirio de los cristianos se produciría más tarde, con los emperadores Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, Septimio Severo, Decio y Diocleciano. Fue este último el que puso en marcha la gran persecución, también denominada Era de los Mártires (año 303), durante la cual se destruyeron los templos cristianos y se asesinó a miles de fieles a lo largo y ancho del Imperio; entre ellos, al diácono Román de Antioquía, al que le amputaron la lengua antes de ejecutarlo. Aquella sangrienta etapa concluyó cuando Constantino autorizó el culto cristiano en torno al año 311 de nuestra era.

Fuente:

https://www.muyinteresante.com/historia/31892.html



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